Agitar ideas también es eso: desordenar un poco para ver con más nitidez.

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En el mundo empresarial —sobre todo en pequeñas y medianas empresas— hay una inercia poderosa que premia lo estable. Si algo funciona, aunque sea con parches, aunque tarde más de lo deseado o implique trabajo doble, tendemos a dejarlo como está. “Así nos ha funcionado”, “no estamos tan mal”, “mejor no moverle”.

Y eso es entendible. Cuando hay nóminas que pagar, clientes que atender y fuegos que apagar, lo último que se quiere es crear más incertidumbre.

Pero también es cierto que muchas veces lo que parece estabilidad… es solo un estancamiento bien disfrazado.
Y que lo que hoy se siente cómodo, mañana puede volverse un problema si no se anticipa el cambio.

Por eso creo en agitar ideas.
No para derribar todo. No para decir “esto está mal” desde afuera.
Sino para hacer algo mucho más útil: provocar un pequeño desorden que permita ver lo que antes pasaba desapercibido.

Porque cuando todo está demasiado ordenado, demasiado asumido, dejamos de cuestionar.
Y sin preguntas, no hay mejora.
Y sin desorden, no hay evolución.

A veces basta con cambiar el enfoque, con mirar los procesos como si fueras nuevo en la empresa.
O imaginar que tienes que empezar de cero: ¿qué te llevarías contigo y qué dejarías fuera?

Otras veces, solo necesitas a alguien que te devuelva tus propias preguntas, pero con otros lentes.

Agitar ideas también es eso: permitirte incomodarte un poco para pensar mejor.
Revisar si lo que haces tiene sentido… o solo tiene costumbre.
Y atreverte a hacer espacio para algo diferente, incluso si por un rato parece caos.

Porque a veces el verdadero orden, el que de verdad sirve, aparece justo después del desorden.