El día que entendí a mi papá (y odié tener razón).

Getting your Trinity Audio player ready...

Hay días en los que sinceramente me gustaría ser joven otra vez. Volver a esa edad en la que uno cree que tiene todas las respuestas, aunque ni siquiera sepa cuáles son las preguntas. Extraño esa arrogancia dulce, ese optimismo desaforado que te hace pensar que todo es posible, que lo único que se interpone entre tú y tus sueños es el tiempo… y claro, el sistema, los adultos, los mediocres que no se atrevieron. A esa edad, uno se siente invencible, con el derecho casi natural de corregir los errores de generaciones pasadas. Sin darse cuenta de que, con unas cuantas malas decisiones —y unas cuantas más que se creen brillantes— uno termina cometiendo los mismos errores. Solo que ahora con otro tipo de celular en la mano y una agenda más llena.

Y sin embargo, no está tan mal haber cruzado al otro lado. No es el abismo que pensaba. Hay, incluso, cierta paz en dejar de aparentar que entiendes todo. En decir «no sé» sin sentir que estás fallando. En darte cuenta de que no hay una línea de llegada, sino un camino que vas entendiendo mientras lo pisas. Que ser adulto no es tenerlo todo claro, sino haber visto lo suficiente como para aceptar que el mundo es más complejo de lo que parecía… y que aun así vale la pena seguir explorando.

Ahora entiendo muchas de esas cosas que mi papá decía. No porque las haya leído, ni porque alguien me las haya explicado con más paciencia. Las entiendo porque la vida, con sus maneras a veces sutiles y a veces brutales, me las enseñó. Cosas que en su momento escuché con media sonrisa y algo de condescendencia. Hoy las repito, sin darme cuenta, y cuando lo noto… me da risa y me da ternura. Porque ahí estoy yo, convertido en ese adulto que juré no ser. Y, al mismo tiempo, convertido en una versión que él seguro sabría reconocer.

Me habría gustado poder decírtelo en persona, papá. Me habría gustado reírme contigo de todas esas cosas que ahora entiendo. De esas frases tuyas que hoy me parecen lecciones disfrazadas. De tus silencios, que ahora sé que muchas veces tenían más sabiduría que cualquier sermón. Me habría gustado compartir contigo ese momento en que uno deja de pelear con la figura del padre, y empieza a caminar a su lado, aunque ya no esté.

Pero aunque ya no estés aquí, sé que de alguna manera sigues en lo que soy. En lo que intento. En las veces que me detengo a pensar antes de actuar. En las veces que no me detengo, pero después pienso en lo que tú habrías hecho. Estás en mi forma de ver el mundo, incluso cuando no me doy cuenta. Y hoy, que celebro el Día del Padre sin ti, no quiero llenarme de nostalgia, sino de gratitud. Gratitud por lo que fuiste. Por lo que dejaste. Por lo que, sin querer, sigo aprendiendo de ti.

No escribí esto para dar lecciones. Lo escribí porque a veces uno necesita detenerse y agradecer en silencio, con palabras que salen más del pecho que de la cabeza. Agradecer por las veces que mi papá me dejó equivocarme sin apurarse a corregirme, sabiendo exactamente cómo iba a terminar la historia. Por esas veces en que no dijo “te lo dije”, pero lo dejó caer en una mirada cómplice. Por haberme mostrado que hay caminos que uno tiene que recorrer por sí solo, aunque nunca esté del todo solo. Pienso en él y en todo lo que entendí tarde. En cómo dejó señales, como quien deja una brújula tirada con naturalidad, sabiendo que algún día —cuando uno se pierde de verdad— la va a encontrar.

A quienes aún lo tienen cerca, abrácenlo distinto. A quienes, como yo, lo llevan en el recuerdo… que ese recuerdo les sirva de faro. Y si alguien joven está leyendo esto, solo quiero decirle algo sin apuro, sin sermón, casi como un susurro:

No tengas miedo de romper lo que te estorba. De cuestionar lo que no encaja. De imaginar un mundo distinto y de intentar construirlo, aunque se caiga mil veces. Ojalá te duela crecer —un poco—, pero no tanto como para dejar de intentarlo. Y ojalá, un día, puedas mirar atrás sin reproches, solo con historia. Porque al final, lo verdaderamente valioso no es saber exactamente quién vas a ser, sino tener el coraje de mirar lo que fuiste, y decir —sin dramatismo pero con total honestidad—:

“sí… era necesario todo eso para llegar hasta aquí.”

Acerca del Autor